#10 | Trabajar en una oficina es una mierda
El de oficinista es un oficio en el que se trabaja poco, pero en el que se 'performa' que se trabaja mucho, en el que se compite por simular quien simula mejor que trabaja más. Un absoluto delirio.
Trabajar en una oficina es una mierda. Lo intuía cuando me metí de lleno en una, pero nunca llegué a imaginar que la mierda era de tal calibre. El trabajo en una oficina es una mierda, pero no me disgusta porque hay poca faena.
Es un oficio, el de oficinista, en el que se trabaja poco, pero en el que se performa que se trabaja mucho, en el que se compite por simular quien simula mejor que trabaja más.
Un absoluto delirio.

He estado meses preso en una oficina pequeña, sin ventanas, en la que no entraba casi luz natural, con calefacción. Con dos compañeros y un jefe. Con tres ordenadores, de los cuales sólo funcionaban dos. Meses mirando la pantalla de un ordenador y actualizando una página que ya había actualizado hacía dos segundos. He estado meses aburrido, trastornado, con ganas de fugarme de esa oficina pequeña, sin ventanas, en la que no entraba casi luz natural, con calefacción.
Lo he logrado, he podido huir.
La escritora Glòria de Castro, en el libro L’instant abans de l’impacte, escribió que «la frustració a la feina és com una metàstasi que ho contamina tot».
Una metástasis que consigue trincharte el cerebro, haciendo algo que el ser humano no está preparado: la nada.
Es curioso: una vez consigues lo que muchos desearían —cobrar por trabajar poco—, ansías un trabajo en el que pudieran explotarte hasta exprimir todo tu potencial.
Yo, que abogaba por la abolición del trabajo y por la excitación de la pereza, me encontraba preso de mis contradicciones, aceptando que trabajar era mi pasión y ahora estaba siendo reprimida.
Hace un par de años, entrevisté para la Revista Valors al doctor en Humanidades Oriol Quintana, autor de La mandra, un breve ensayo que forma parte de una colección magnífica sobre los pecados capitales.
Uno de los temas que me rondaba cuando escuchaba atentamente su discurso acerca de la vida contemplativa y la capacidad de no-hacer-nada era la culpabilidad. Si no hago nada, me siento culpable. Pero, ¿de dónde nace esa culpa?
Si estàs en un context social en què el més important és ser productiu, el més normal és que et sentis culpable per no haver estat produint durant certs moments del dia. (…) Un s’hauria de sentir culpable també quan, en acabar el dia, ha fet moltes coses i no ha tingut un moment d’atenció a alguna cosa que no fos la feina.
Cuando empecé en esa oficina pequeña, sin ventanas, en el que no entraba casi luz natural, con calefacción, pensé que era normal. Eran las primeras semanas y no me habían explicado muchas cosas. Ya llegarían mis tareas, mis encargos, mis quehaceres.
Pero, pasaron los meses y poco cambió.
Podía llegar a trabajar de ocho de la mañana a siete de la tarde que, al final del día, realmente sólo había estado trabajando un par de horas. El resto de la jornada: archivar el correo, responder algunos mensajes, atender llamadas y actualizar, por si acaso, una página que ya había actualizado hacía dos segundos.
A todo eso, súmanle un laberinto burocrático que rige el funcionamiento de toda oficina: X escribe a Y después de hablar con Z para que Y le comunique a R lo que Z le ha dicho a X. ¿No era más fácil que Z hablará directamente con R? Es una forma burda y salvaje de entretener al personal.

A pesar de su condición de mileurista, mucha gente desearía tener el trabajo: genera pocos dolores de cabeza, no te llevas tareas a casa ni te sientes implicado vocacionalmente.
Y ahí está la trampa: nos educan para tener trabajos vocacionales, para que nuestra vida orbite alrededor del trabajo; y cuando eso no sucede, te sientes fracasado.
Hace unas semanas, entrevistaban a la escritora y periodista Maruja Torres en Lo De Évole, y Jordi Évole le confrontaba cómo había cambiado generacionalmente la concepción del trabajo.
«Tú no concibes dedicarse a esto si no es como un sacerdocio, si no es como una vocación. Yo no quiero que (el periodismo) sea un sacerdocio», le espetaba Évole, a lo que Maruja le respondía: «Yo he tenido una vida propia gracias al periodismo».
Y no lo negaré: he idealizado alcanzar una vida con largas jornadas de trabajo encerrado en la redacción de un periódico, contando historias, entrevistando a gente, investigando, viajando por el mundo, haciéndome amigo de mis compañeros, aprendiendo de los periodistas veteranos. Y sé que no es lo deseable ni un imaginario realista, pero a lo mejor es lo único que daría sentido a la vida, a la mía al menos, logrando lo que había deseado desde que tengo uso de razón.
Seguramente, al relatar mi experiencia en esa oficina, he exagerado con algunas experiencias, pero también ha sido la forma más noble de poder huir de allí: aceptar que lo que estaba viviendo no era para tanto, pero que no tenía por qué aguantarlo.
Dejar un trabajo, ya sea porque no te pagan bien, porque has encontrado algo mejor o sencillamente porque no te gusta, tiene que ser igual de bonito e ilusionante que empezarlo.
Los trabajos, al igual que las parejas, hay que saber dejarlos a tiempo.
Hoy iba a terminar con una canción de Julieta Venegas, pero estos textos no serían una realidad sin la calurosa atención y validación de A., quien esta semana no está pasando por un buen momento. Para ella, y para F., esta canción de Marisol: «Dame de tu ternura, sólo quiero una sonrisa, sólo un recuerdo»
Un fuerte abrazo, en especial a ellas dos <3
❤️❤️❤️❤️❤️❤️